Esta vez me monto en el metro y escucho música instrumental, resuenan platillos en el fondo, un bajo (creo), varias flautas en forma de caballos de mar. Mientras, abro el libro que me ocupa ahora Las máscaras del héroe. Leo sobre la condición humana de la antigua Grecia, la explicación de los mitos teniendo en cuenta la economía griega, Prometeo, Démeter, Eleusis: bla, bla, bla.
Ahora bien; mi mundo instrumental sigue ondulando, entra una pareja al vagón. Él, tendría (tiene) unos setenta años o quizás 35, no podría decirlo; su rostro no tenía (tiene) edad, era (es) extremadamente delgado, dos incipientes arrugas surcaban los lados laterales de su boca grande, larga. Llevaba un par de gafas verdes, de gruesos vidrios. Su cabello era (es) marrón, liso, ligeramente largo. Repito esto porque me pareció muy impactante: su mirada no delataba su edad. Parecía (parece) un niño sosegado, un anciano tenue, un adulto quieto, lo cual tampoco daba la impresión, a quien lo mirase, de tener alguna cualidad erótica, sensual o perversa. Ella: joven, ojos grandes, negros y brillantes, delgada, cabello muy oscuro; postura agazapada en la enjuta figura del hombre; hermosa, con ferohomrmonas exhudadas en grandes cantidades.
Sigo leyendo sobre Prometeo, y de repente alzo la vista: la pareja se funde en un beso profundo, apasionado. Una sensación de extrañeza y asco me invade: aquél ser similar a un chino inexpresivo, sin ningún tipo de energía sexual, esa cosa extraña que podría ser anciana o hermafrodita, se fundía en un beso con lengua. Su boca abierta era tragada por la de la mujer exuberante, que movía su mandíbula con movimientos acompasados, al son de mis platillos y mis timbales y mis campanillas de bronce. Dos personas se bajaron en Diego de León, interrumpieron el beso y se sentaron frente a mí. De pronto tuve la irreprimible pulsión de no mirarlos más. Aunque parezca morboso quise guardar la imagen del beso para mi recuerdo, para regodearme cuando me apetezca en esa cotidiana revelación de cosas siniestras que están a la orden de una mañana de martes, así sin más, para quien quiera mirar.
Y pensé en cómo podrían hacer... y no sé, sigo situada en la morbosidad humana, en mi propio y aparentemente incomprensible interés y recelo de guardar aquella imagen celosamente, para regodearme luego. Qué furia estéticamente ilógica, qué morbidez, qué irreflenable pulsión de recordar aquello. Qué fascinación y extrañeza de tenerla. Qué normalidad, supongo,supongo.
Ahora bien; mi mundo instrumental sigue ondulando, entra una pareja al vagón. Él, tendría (tiene) unos setenta años o quizás 35, no podría decirlo; su rostro no tenía (tiene) edad, era (es) extremadamente delgado, dos incipientes arrugas surcaban los lados laterales de su boca grande, larga. Llevaba un par de gafas verdes, de gruesos vidrios. Su cabello era (es) marrón, liso, ligeramente largo. Repito esto porque me pareció muy impactante: su mirada no delataba su edad. Parecía (parece) un niño sosegado, un anciano tenue, un adulto quieto, lo cual tampoco daba la impresión, a quien lo mirase, de tener alguna cualidad erótica, sensual o perversa. Ella: joven, ojos grandes, negros y brillantes, delgada, cabello muy oscuro; postura agazapada en la enjuta figura del hombre; hermosa, con ferohomrmonas exhudadas en grandes cantidades.
Sigo leyendo sobre Prometeo, y de repente alzo la vista: la pareja se funde en un beso profundo, apasionado. Una sensación de extrañeza y asco me invade: aquél ser similar a un chino inexpresivo, sin ningún tipo de energía sexual, esa cosa extraña que podría ser anciana o hermafrodita, se fundía en un beso con lengua. Su boca abierta era tragada por la de la mujer exuberante, que movía su mandíbula con movimientos acompasados, al son de mis platillos y mis timbales y mis campanillas de bronce. Dos personas se bajaron en Diego de León, interrumpieron el beso y se sentaron frente a mí. De pronto tuve la irreprimible pulsión de no mirarlos más. Aunque parezca morboso quise guardar la imagen del beso para mi recuerdo, para regodearme cuando me apetezca en esa cotidiana revelación de cosas siniestras que están a la orden de una mañana de martes, así sin más, para quien quiera mirar.
Y pensé en cómo podrían hacer... y no sé, sigo situada en la morbosidad humana, en mi propio y aparentemente incomprensible interés y recelo de guardar aquella imagen celosamente, para regodearme luego. Qué furia estéticamente ilógica, qué morbidez, qué irreflenable pulsión de recordar aquello. Qué fascinación y extrañeza de tenerla. Qué normalidad, supongo,supongo.
Comentarios
Un beso apasionado.
Maravillosa, precisa (casi quirúrgica) descripción de una situación que, creo, casi todo el mundo hemos experimentado alguna vez.
Un abrazo
beso, abrazo, cariños a granel
esas "estampas" deben mantenerse puras, sin contaminación