Diario de cien años de soledad.
Hace algún tiempo comencé a leer por tercera vez la novela.
la primera vez la terminé y puedo recordar con precisión cómo afectó mis días cuando tenía 17 años y me sumergí una noche estival en las páginas y los años de Macondo. Recuerdo haberla terminado a las 5 de la mañana. Apagué entonces la luz y me acosté dormir sin que importara mucho el mundo, sin que nada externo hubiese cambiado. Había cambiado yo y mucho. Pasé los días siguientes alejada a todo, pensando en la estirpe de los Buendía, en Macondo, en Mauricio de Babilonia y los manuscritos de Melquíades.
La segunda vez la tomé y me pareció anodina. Creo que por aquel entonces estudiaba literatura en la universidad. No pude pasar de la página 20. Las tardes de calor me pedían libros donde yo me transportaba a espacios más bien románticos, yo estaba en la época descabellada en la que se busca el amor.
La tercera vez la comencé a leer por un proyecto de trabajo con un alumno americano. En ese entonces ya me había mudado a Alemania. No había aprendido a hablar bien la lengua teutona. Estaba aislada y me había impuesto, en medio de aquellos inviernos, a leer solo en alemán. Y esos días que duraban muy poco y se desgranaban sin haberme otorgado los codiciados rayos del sol me daban de pronto la posibilidad y el permiso de leer un poco en español. Yo estaba deprimida. La situación de mi país era un desastre, no había visto a nadie de mi familia en un año y me encontraba absolutamente perdida con mi futuro profesional. Entonces estaba allí Macondo luminoso, en medio de la ciénaga, con esos colores y esas maneras de hablar de la vida que había dejado yo atrás para siempre.
Transportarte cuando estás en un ambiente completamente ajeno a tu infancia siempre se agradece. EL pasado te devuelve y te centra. Entonces volví a abrazar a Cien años de soledad con el fervor de un creyente desesperado. Me aferré a cada uno de sus pasajes narrativos como si aquello hubiese sido una oración, un mantra que me mantenía en una letanía agradable, bienhechora.
Así mi corazón daba vueltas cuando Aureliano se marchó a la guerra, cuando Úrsula hizo su empresa de animalitos de caramelo. Me imaginaba las casas y las cosas, los letreros de las calles, el acento con el que articulaban las palabras los personajes. Todo tenía la calidez del trópico, ese sabor diáfano era algo dulce en mis días.
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