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Camino por una calle del centro de Karlsruhe. Está repleta de gente porque se acerca la navidad y los alemanes no compran los regalos el día antes, no, se preparan concienzudamente, organizan en un Kalendar el tiempo que tienen libre y salen con el presupuesto medido, el papel de regalo planificado, la lista. Hay colas para pagar, para caminar, para montarte en el tranvía. Las colas me gustan, sobre todo porque los alemanes no salen mucho y cuando todo está lleno me siento acompañada. Es normal porque la vida aquí se hace mucho en casa, las calles repletas de gente traen a mi cabeza palabras distintas en distintos idiomas. Con el tiempo he aprendido a nombrar a las cosas según sea más preciso el término. Y he descubierto con el tiempo que hay términos más precisos o mejores para nombrar en un idioma o en otro.
Miro a la gente pero no con la fascinación de costumbre, no, los miro con algo que me ha ido pasando desde hace algún tiempo y que solo ahora empiezo a reconocer: Algunos tienen los rasgos de gente conocida mía en Venezuela. Una mujer tiene el pelo de mi tía Rosita, o la boca de mi mamá, esos sujetos habituales me acechan, de pronto aparece un muchacho en el tranvía que se me parece a un amigo del liceo de mi hermano. Creo que es él, lo juro, es él, pero descubro que el muchacho no debe tener más de 18 años, la misma edad en la que recuerdo haberlo visto por última vez. Es curioso pero la distancia termina siendo como la fotografía.
Mis recuerdos se han quedado detenidos allá y yo los busco aquí, aún los sigo buscando. Es una reconstrucción voluntaria, apaciguadora, que tiene un mal final porque cuando veo los rizos y la boca de mi tía Rosita en una mujer en la calle, juro que va a hablar con mi acento, pero la escucho de pronto, y una ráfaga me trae su alemán sin rastro de acento extranjero.
Otra vez ocurre: Una mujer se parece muchísimo a una muchacha de la universidad y termina siendo una madre con cochecito que viene de la Schwarzwald.
Me encanta ese segundo previo, en el que no puedo escuchar aún sus voces, ese momento anterior en el que todo es posible, y voluntariamente me convenzo de que todo lo es, ese minuto es mi gran disfrute, mi encuentro con la melancolía.
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