La versión de un apócrifo libro de mutaciones corporales ha caído en manos de un oscuro personaje, un hombre excesivamente tímido, indiligente, anónimo. Se sabe que es peligroso porque, secretamente, el narrador tierno que cuenta esta historia conoce su pasado. No vamos a decir qué es lo que hay detrás de su vida porque eso no nos importa en estos momentos.
El libro vino a parar en su poder después de haber sido dado a la venta en un mercado de pulgas. El hombre tomó el libro, le acarició el lomo viejo y desteñido, rozó las páginas con sus dedos; al principio sin ningún fin, luego, con una tenebrosa motivación. Después de pagarle al gordo pelirrojo y fastidiado que lo tenía en venta, lo tomó entre sus manos (ya sabiéndolo suyo) y lo llevó a su casa sin siquiera otorgarle una escueta mirada.
Aquella noche encendió la lámpara de su mesa de estudio y leyó las primeras páginas. Se exponían las recetas más extravagantes para cambiar de sexo, de cuerpo y de mente con arcanos conjuros. Recordó entonces que, al menos, los primeros requisitos de una de las recetas podía cumplirlos. Debía, en primer lugar, escalar un muro mayor de cinco metros. El hombre buscó en su memoria dónde podía haber un paredón cercano con esas características. No lo hallaba. Empezó a pensar en aquél bar que él visitaba donde todo era verde: las paredes, las sillas, las mesas, las botellas, el traje del barman, el de las camareras, el piso, los baños, todo. Allí, había conocido a un hombre muy bien vestido y gordo que le había hablado de un muro muy alto al cual él no había podido saltar. Le había contado la aventura; él y sus amigos cuando eran muy jóvenes se habían decidido escalar aquél muro para probar su valentía. Pero la fuerte estructura de cemento los había vencido, no sin antes dejarles a todos ellos costillas rotas, muñecas fracturadas, brazos escayolados. El hombre pensó entonces que él sí podría saltarlo. Se armó de su mochila, su equipo de escalada y se encaminó al amplio paredón de cemento que bordeaba una fábrica abandonada a veinte kilómetros de allí.
Se fue al amanecer, las luces del pequeño auto contrastaban deslumbrantes en medio de la oscuridad. El coche ronroneaba, el hombre pensaba en lo que podría conseguir con la consecución de aquella meta; “primero el muro”―se decía― y una oscura felicidad lo traspasaba. Al alba el auto se detuvo: había llegado el hombre a su destino.
Una fuerza indescriptible lo sobrecogió, era como si todo su interior se desprendiera de lo que él era y renaciera continuamente bajo el embrujo de una extraña fuerza. Lo saltaría sin ayuda de ningún equipo de escalda, se adheriría a las paredes, le saldrían uñas largas y negras por el sudor de la tierra, impregnadas de cal y humedad, sus pies no resbalarían, encontrarían piedras pequeñas en donde poder apoyarse, y así iría, un paso, otro y llegaría a la meta; la delgada superficie del muro, allí conservaría el equilibrio y gritaría la primera parte del conjuro, estaría entonces más cerca de lograr su ansiado premio.
El libro vino a parar en su poder después de haber sido dado a la venta en un mercado de pulgas. El hombre tomó el libro, le acarició el lomo viejo y desteñido, rozó las páginas con sus dedos; al principio sin ningún fin, luego, con una tenebrosa motivación. Después de pagarle al gordo pelirrojo y fastidiado que lo tenía en venta, lo tomó entre sus manos (ya sabiéndolo suyo) y lo llevó a su casa sin siquiera otorgarle una escueta mirada.
Aquella noche encendió la lámpara de su mesa de estudio y leyó las primeras páginas. Se exponían las recetas más extravagantes para cambiar de sexo, de cuerpo y de mente con arcanos conjuros. Recordó entonces que, al menos, los primeros requisitos de una de las recetas podía cumplirlos. Debía, en primer lugar, escalar un muro mayor de cinco metros. El hombre buscó en su memoria dónde podía haber un paredón cercano con esas características. No lo hallaba. Empezó a pensar en aquél bar que él visitaba donde todo era verde: las paredes, las sillas, las mesas, las botellas, el traje del barman, el de las camareras, el piso, los baños, todo. Allí, había conocido a un hombre muy bien vestido y gordo que le había hablado de un muro muy alto al cual él no había podido saltar. Le había contado la aventura; él y sus amigos cuando eran muy jóvenes se habían decidido escalar aquél muro para probar su valentía. Pero la fuerte estructura de cemento los había vencido, no sin antes dejarles a todos ellos costillas rotas, muñecas fracturadas, brazos escayolados. El hombre pensó entonces que él sí podría saltarlo. Se armó de su mochila, su equipo de escalada y se encaminó al amplio paredón de cemento que bordeaba una fábrica abandonada a veinte kilómetros de allí.
Se fue al amanecer, las luces del pequeño auto contrastaban deslumbrantes en medio de la oscuridad. El coche ronroneaba, el hombre pensaba en lo que podría conseguir con la consecución de aquella meta; “primero el muro”―se decía― y una oscura felicidad lo traspasaba. Al alba el auto se detuvo: había llegado el hombre a su destino.
Una fuerza indescriptible lo sobrecogió, era como si todo su interior se desprendiera de lo que él era y renaciera continuamente bajo el embrujo de una extraña fuerza. Lo saltaría sin ayuda de ningún equipo de escalda, se adheriría a las paredes, le saldrían uñas largas y negras por el sudor de la tierra, impregnadas de cal y humedad, sus pies no resbalarían, encontrarían piedras pequeñas en donde poder apoyarse, y así iría, un paso, otro y llegaría a la meta; la delgada superficie del muro, allí conservaría el equilibrio y gritaría la primera parte del conjuro, estaría entonces más cerca de lograr su ansiado premio.
Comentarios
Espero que sigas escribiendo, suerte.
http://historiasynovelas.blogspot.com/